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miércoles, abril 25, 2007

Diario de viaje - II 

Aprendí que las enormes mariposas marrones vuelan en busca de la luz. Abrí la ventana y terminó la aventura.

La noche en Purmamarca marcó el verdadero comienzo del viaje. Recién a esa altura perdí la noción de los días de la semana, que es la señal del clima de vacaciones, de desconexión del tiempo. Me gusta tener que pensar unos segundos y ponerme a enumerar hechos para poder deducir si es miércoles, viernes o domingo.

Compartía el viaje con tres chicas y dos chicos. Cenamos tamales, humitas, cervezas de esas que pegan bastante y volvimos al camping de “Bebo Vilte”, que queda justo adelante del Cerro de los Siete Colores. En la entrada tiene una cruz enorme y está separado del cementerio por un alambre de púa. Nuestra teoría era que, antiguamente, el lugar en que hoy se acampa era la entrada del cementerio, pero un día el señor Bebo Vilte tuvo la genial idea de lucrar con este espacio tan particular, así que trasladó algunas tumbas, puso un alambre, construyó baños y ¡eureka! clink, caja. Nos agradaba bastante imaginar antepasados norteños a unos metros nuestros, debajo de la tierra.

Teníamos dos carpas para dos personas y éramos seis. Eso fue un impulso para querer alejar la hora del sueño, el momento de tener que amontonar mi metro ochenta y tres en un tercio de carpa. Tomás y yo prendimos el fuego y nos acomodamos alrededor. Primero fuimos los dos, después cuatro, después seis y así hasta quince. A esa altura ya acumulábamos dos guitarras, percusión, faso y vino tinto muy muy dulce. Había una pareja que coleccionaba hongos y hablaba mucho de música que no conocía nadie. Cuando el vuelo terminó, a las cinco, me acurruqué –nunca mejor utilizado el término- en la carpa, pero no iba a dormir mucho. Esa noche se formó la primera pareja y qué lindos besos estrellados.


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martes, abril 24, 2007

Algo que quiero pensar un poco más: 

¿Los momentos más felices son los que nos encuentran abiertos a situaciones inesperadas?

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miércoles, abril 18, 2007

Diario de viaje - I 

Las vueltas de la vida me llevaron a la capital salteña con mi mochila a cuestas. Nada más. Mi mochila, por si resulta complicado imaginarla, es verde y negra. Uno tiene la posibilidad de hacer que pese mucho o poco. Yo elegí la segunda, pero hice la primera. De todas formas, cada vez que estaba por quejarme de mi maldita poca practicidad que hizo mi mochila tan pesada, pensaba que había cosas mucho peores, y seguía caminando y mirando pajaritos y tarareando Vieeenes, vieeenes y te vas.
En el hostel compartí la habitación con Lucy, una chica de la ciudad francesa Toulouse, que estaba muy cansada porque venía de recorrer el sur, el centro y ahora el norte argentinos en tres semanas. Me mostró un frasco de mermelada que había comprado en San Martín de los Andes y en el momento en que me lo estaba dando, justo en el instante del traspaso de una mano a la otra, cayó al suelo y se rompió. Las dos quisimos asumir la culpa: una por soltarlo antes y la otra por no agarrarlo a tiempo; pero cuando ambas partes se hacen responsables, la culpa queda en neutro y se anula, así que ninguna pudo adueñársela al final.
Esa noche fui de bares como si estuviera en Baires con un grupo de gente del hostel. Recuerdo que se escuchaban varios idiomas al mismo tiempo y que la cerveza Norte tenía un efecto más intenso. Volví a mi habitación y había una mariposa marrón enorme en el baño que me dio muchísimo temor. Muchísimo. Cerré bien la puerta que me separaba de la mariposa, me tapé con la sábana hasta la cabeza y deseé que no hubiera ningún agujero por el que pudiera pasar. Al día siguiente vería qué hacer con sus gigantes alas amarronadas.



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